lunes, 19 de septiembre de 2011

El corazón que a Triana va, nunca volverá...


Llevaba un buen tiempo aguardando a tener muchas ganas y la oportunidad de conocer un poco de la madre patria, España.
Llegó el momento y fue como estar en casa.
Sentí de cerca en qué nos parecemos, disfruté de poder comunicarme en nuestro idioma, no solo verbal, sino también de mirar, sonreir, gesticular, bromear en una esfera de comodidad cultural que no había experimentado antes fuera de Latinoamérica.

De todas las delicias que probé durante mi obligada pesquisa culinaria... qué puedo decir? mejor les dejo alguna receta que ya reproduje para que se hagan una idea propia. Antes de seguir, les pido que al final de todo, no olviden leer lo que está después de la receta!!

El sur de España estuvo ocupado por los árabes durante ocho largos siglos. De hecho no solamente el sur, pues llegaron incluso hasta los Pirineos, lo que pasa es que allí se quedaron menos tiempo, razón por la cual no es tan visible la huella que dejaron al marcharse. Una huella que aparte del buen clima, sirva quizás, para entender en parte las grandes diferencias culturales existentes entre España y el resto de Europa.


Nuestro idioma también se enriqueció al contacto con el mundo del islam, pues al haber sido en aquel momento una cultura superior, aportó innovaciones técnicas y en general, una mirada diferente a la del mundo cristiano que habitaba la penísula ibérica, expresada en miles de palabras nuevas que, como: alhaja, alcoba, almohada, aceituna, ajonjolí, albahaca, albaricoque, algarabía, almojábana, ámbar, alquimia, azafrán, azúcar, azahar, azulejo, azucena, berenjena, carcajada, elixir, lapizlázuli, limón, naranja, nenúfar, tamarindo, paraiso, hola y amén, nos resultan musicales...


Jerez...una ciudad que no me dejó ninguna impresión, porque estuve allí solamente unas horas, justo entre las dos y las cinco de la tarde, tiempo en el que todo y todos duermen la sagrada siesta. Di vueltas sin sentido, arrastrando mi maleta de rueditas al comienzo, luego cargándola, porque me sentía transgresora de la calma absoluta que reinaba, no quería despertar a nadie. Aún así encontré a un mozo despierto, que me trajo a la mesa tres tapas muy sabrosas: queso de oveja curado, carrillada -o sea mejillas, mofletes, cachetes- de cerdo, berenjena rellena de carne y bañada en salsa de tomate. Mmm ahí empezaron a gustarme las tapas: variadas, buenas, baratas, siempre acompañadas de una caña -de cerveza- o de una copa.

Entones, partí en tren hacia Sevilla. Poco menos de una hora, amenizada por las historias y las bromas de tres simpáticos chicos recién salidos de la secundaria... por un momento me sentí como de diesisiete otra vez... -es que el alma no envejece - en fin, me bajé contagiada de su entusiasmo juvenil... y ahí estaba: Sevilla y como canta el papito de Miguel Bosé "el corazón que a Triana va, nunca volverá- Sevillaa" pues efectivamente un pedacito del mío se quedó enredado en la belleza de la ciudad, pero sobretodo en la algarabía, el color de los azulejos y el carácter de Triana, el barrio que se encuentra, cruzando el río Guadalquivir, al frente del centro histórico.


Cuna de toreros, cantaores y bailaores flamencos,Triana conserva además aún viva la tradición alfarera que pintó de colores los rincones de la ciudad.
Hasta me dieron ganas de aprender al menos un poco de cerámica.
 
Estando en esas, me encontré por casualidad en una de las alfarerías, con un misterioso cuadro de azulejos con una taza y una greca con "Café de Colombia" y nuestra bandera. Al indagar un poco más, me encontré con su autora: una bella colombiana asentada desde hace años en Sevilla, que además de mostrarme el taller y contarme una parte de su vida, me dejó un cálido abrazo y el generoso ofrecimiento de alojarme en su casa, el día en que vuelva a esta encantadora ciudad.


Sevilla cuenta con una historia de novela: a parte de todas las invasiones y culturas que pasaron por la región desde tiempos remotos -cartaginenses, visigodos, musulmanes y hasta vikingos- en 1492 se convierte en el centro económico del imperio español, pues a su puerto llegaban las naves cargadas con todas las mercancías, el oro y la plata provenientes del nuevo mundo.

Desde la casa de contratación que fundaron allí los reyes católicos, se dirigían todas las expediciones y se controlaban las riquezas que llegaban de América. La fiesta se acabó en 1580 cuando a raíz de las pestes y la pérdida de navegabilidad del rio Guadalquivir, se traslada el monopolio a Cádiz. Claro que luego vendrían otra vez buenos tiempos para Sevilla, pero basta de historia, este relato está todavía muy dietético, no se vale.
Vamos ahora mejor, a las calorías.
Como algunos habrán de suponer, una de mis máximas motivaciones al visitar cualquier lugar nuevo, es la de probar sabores nuevos. Más específicamente, dulces nuevos y a partir de ellos, tratar de entender el origen y las razones de sus recetas, las costumbres y la mentalidad de sus creadores. Podrá parecer una exageración, pero creo que por ejemplo, se puede tener un retrato comparado muy revelador del carácter de los pueblos alemán, francés y español, si se ponen una al lado de la otra, sus pastelerías tradicionales. De demostrarlo me encargaré en una próxima entrega, ya tengo casi completo el archivo fotográfico que lo respalda.



En el centro de Sevilla, la calle Sierpes ondula entre tiendas que venden abanicos y mantones, sombrererías, una fantástica iglesia cuyo altar hace comprender en una mirada el concepto del barroco español, los almacenes de ropa que están en cualquier otra ciudad de Europa, pronto del mundo, y culmina con una magnífica pastelería: La campana.






Fundada hace cientos de años, ofrece una refinada variedad de dulces tradicionales, de los que solo llegué a probar tres: una cremosa milhoja rellena de turrón -8000 calorías-, una lengua almendrada y los maravillosos polvorones, masas quebradizas y aireadas con perfume de clavo de olor. Me llamó la atención no solo de estos polvorones, sino de otros que compré en el convento de clausura de Santa Inés a una monjita oculta por un torno de madera, que saben un poco a carne.
Qué raro -pensé. Enseguida caí en cuenta de que están hechos con manteca de cerdo, no con mantequilla, gusto al que estoy más habituada. En un paisaje tan árido donde difícilmente crecen pasturas, no tiene caso criar vacas y es gracias a ello que se cuenta en la región, con quesos de cabra y de oveja, carne de cerdo y jamones de excelente calidad, además de una serie de preparaciones dulces en las que como materia grasa se emplean la grasa de cerdo y el aceite de olivas.